lunes, 16 de abril de 2007

LLUVIA DE EMOCIONES



La lluvia acá suele ser menos densa, menos estruendosa y menos todo que en cualquier otro lugar. Incluso hasta menos líquida. Cuando empieza a llover, que puede ser un día cualquiera y precisamente uno de esos días que no se espera que lloverá, puesto que casi nunca llueve, el cielo no se torna gris, ni siquiera cambia su habitual celeste pálido. El cielo junta las pocas nubes cimbreantes que aparecen arrastradas por el viento, como si de ovejas perdidas se trataran, y las apila en un diminuto sector de su territorialidad. Las nubes pálidas, con la poca humedad que han podido absorber durante su frustrado éxodo mantienen el blanco humo que las caracteriza en este cielo de eterna primavera – al menos hacía solía ser – y dejan caer una a una sus gotas, lentas, espaciadas, como si quisieran ser contadas por el incauto transeúnte que, de pronto, siente al iniciar el recorrido de la cuarta calle un golpe en el rostro. El golpe es seco y, sin embargo, se desprende de el un hilo de humedad que no regresa. El sorprendido peatón, extiende la mano derecha tímidamente para poder sentir si efectivamente llueve o la gota sobre su rostro es producto de su imaginación o de una de esas casualidades (a las que mejor debiéramos llamar descuido inesperado de otro peatón) que hacen a uno ser blanco de la salpicada de algún alimento, en el mejor de los casos, o de algún producto desconocido, para evitar ser específicos. Para su suerte, en efecto, casi al terminar la cuarta calle, cuando cae sobre él una segunda gota, se percata que está lloviendo en la ciudad y trata de acelerar el paso para guarecerse bajo algún balcón o el saliente de algún volado pero, al instante, el cielo ha cesado su goteo, porque en esta ciudad hasta el cielo gotea y no chorrea, como emulando las constantes palabras de un premier cuando se refería a nuestra economía. En realidad, son las nubes las que terminaron de exprimir su contenido, quedando secas, casi en el olvido, como evitando mantener ocultas algunas gotas más y dejando evidencia que no han acumulado demasiada humedad para evitar ser plausibles de algún nuevo impuesto de esos que solo ocurren en esta lugar y que incluyen, en el absurdo de la administración pública, hasta a la naturaleza.
Así como llegó, la lluvia desapareció sin dejar rastro, sin evidencia alguna de haber estado en la ciudad. No hubo truenos ni relámpagos anunciándola, tampoco rayos que la hicieran más notoria, ni siquiera quedó algún riachuelo improvisado cruzando las calles o una caída continúa saliendo de algún techo desnivelado. Las lluvias en esta ciudad, porque a pesar de ser pocas mantienen su pluralidad durante el año, no sirven sino para hacernos recordar que existen, aunque aquí no nos hagan tanta falta como en las zonas agrícolas o no sean tan temidas como en las planicies donde suelen inundarlo todo. Aquí no sirven ni para mojarse, ni siquiera para emular a Fred Astaire y danzar un poco entre los remozados faroles.
Esta ciudad agradece no tener techos a dos aguas ni canaletas en las pistas, aun así el asfalto de las vías está deteriorado como si las lluvias lo hubieran erosionado. Los huecos en las arterias no son producto de copiosas lluvias ni del pesado tránsito de vehículos de carga, sino de la ineficiencia de medio siglo de incapaces y mas de medio millón de coimas, sin siquiera llegar a exagerar. Aquí la lluvia ha causado menos estragos que una cúpula partidaria de inoficiosos delincuentes que gobernaron la ciudad.
La lluvia no sorprendió a inicios de año, haciéndonos recordar que también existe en esta ciudad, aunque a intervalos, felizmente para las mayorías, muy espaciados. Para los que les gusta, como a mí, mojarse las ropas mientras se camina un rato y sentir los golpes de vida en el rostro emulando un baile imaginario, esto no es posible aquí; aunque, felizmente, la naturaleza suele sorprender, a veces, con su sabiduría y nos permite hacer realidad sueños sin consecuencias desagradables para terceros. Esperemos que la lluvia primera augure a quienes asumen la posta de dirigir la ciudad, un limpio andar en su gestión, con gratas sorpresas y menos baches que trajinar.

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